domingo, 31 de mayo de 2009

Criterios de unidad


por Sebastián Casco*


Todo descubrimiento, solía decir Ortega con la simpleza y astucia que lo caracterizaba, no es más que un des-cubrir y un traer a la superficie aquello que se encuentra en el fondo. En lo que corresponde al campo de la Historia en tanto narración y representación del pasado, el fondo no es otra cosa que la suma de los elementos que, por un motivo u otro, quedaron excluidos del relato que conocemos de los hechos. El tejido de la historia oficial se hilvana por medio de la selección de determinados datos, que muchas veces distorsionados apuntan a construir la memoria colectiva de un pueblo sobre las bases de “ficciones orientadoras” e imágenes míticas (1). Entonces, dado que todo presente es condicionado por su pasado, es preciso interpelar a la historia para evitar que las distorsiones de los grandes relatos no ennegrezcan los proyectos del futuro.
Desde esta óptica, el artículo a continuación intenta presentar una serie de comentarios en torno a América Latina. En particular, resaltar que el uso autómata del vocablo Latinoamérica en el discurso público de las últimas décadas ha contribuido a que cayeran en el olvido una serie de cuestiones que precisan ser retomadas. O mejor dicho, des-cubiertas.

En primer lugar, el origen y la historia del término hoy son ampliamente ignorados. Si bien acuñado en 1856, por el chileno Francisco de Bilbao en el momento de una conferencia celebrada en París, y unos meses más tarde por el escritor franco-colombiano José Torres Caicedo en su celebre poema “Las dos Américas”, el término recién alcanzó extendida difusión en años posteriores.
Fue a partir de la impronta y utilización que desde 1860 le da Michel Chevallier, a la sazón ministro consejero de Napoleón III, que el término es utilizado por vez primera en un sentido estrictamente político. Basado en la idea de que la configuración racial europea se dividía en tres grandes grupos (eslavos al este, germanos al norte y latinos al sur), Chevallier impulsó un proyecto de expansión económica a nivel mundial, bajo la forma de una política exterior panlatina que colocaba a Francia a la cabeza de estos pueblos. Si bien corresponde a este período de la historia francesa acontecimientos como la construcción del Canal de Suez o la expedición en el sureste asiático, en lo referente al continente americano desde hace años que su situación ya no era favorable. Veía con suma preocupación el avance ininterrumpido de los Estados Unidos hacia al oeste “consumando” la idea del destino manifiesto, y temía seguir perdiendo posesiones en una región del mundo con tanto potencial de explotación, principalmente como proveedora de materias primas. Pero lo que es aun más, su mayor preocupación en realidad pasaba por los actos de injerencia que Estados Unidos comenzaba a desplegar en Centroamérica, ya que Francia pretendía concretar la construcción de un canal interoceánico en el istmo de Panamá. Fue así entonces, como con la deliberada intención de revertir la situación, y en el marco de este ambicioso programa político, el término Latinoamérica cumplía la finalidad ideológica de esconder las intenciones imperialistas de Francia en el continente. Napoleón III tenía el “deber moral” de responder al llamado de las nacientes repúblicas latinas allende el Atlántico. El hecho que únicamente una pequeña porción de la elite que conformaba el estamento superior de aquellas naciones pudiese ser considerado de origen latino, no presentaba en absoluto algún problema para los fines del mentado plan. Los indios, negros, mulatos y mestizos que conformaban el grueso de aquellas sociedades que aún guerreaban por consolidar aquel entramado de países que surgían de la desintegración de los virreinatos españoles, eran tan sólo un dato que quedaría oculto bajo la nueva designación -América Latina- que se iría haciendo común con el pasar de los años.
Aunque la historia ya sea conocida, fue bajo el auspicio de estas banderas que Francia desembarcó e invadió Méjico (1862-1867). Fue así, que las tropas de Napoleón III combatieron a los ejércitos del pueblo mejicano para colocar como emperador al archiduque Maximiliano de Habsburgo. Y si bien aquella experiencia de extender los dominios franceses en el continente se vio frustrada, el resultado más perdurable fue la aceptación y difusión del término América Latina como parte del argot político mundial.

Considerando el origen del vocablo en su primera acepción política, no debería entonces tomarnos por sorpresa que desde el punto de vista teórico-conceptual sea tan precario como impreciso. Es decir, ¿dónde es que empieza y dónde es que termina eso que comúnmente denominamos América Latina?

Al detenernos sobre ello se puede observar que, si bien la latinidad en el sentido racial a la que el concepto hacía referencia en un primer momento se veía limitada en rigor a una escasa porción de la elite de aquellos años, en la actualidad y luego de las migraciones masivas que se dieron posteriormente, el mismo elemento latino atraviesa hoy al continente de las más diversas formas. En los hechos, lo que esto crea es un espacio amorfo e ideal que se torna imposible de delimitar. Resulta que la utilización de un criterio lingüístico o cultural para agrupar en el continente a todas aquellas personas o grupos de origen latino, debería tomar en consideración, por ejemplo, a toda la porción franco-parlante de Canadá como así también a aquellos 40 millones de hispanohablantes que habitan hoy día los Estados Unidos (es decir, casi lo equivalente a la población argentina actual). Así, lo que se constata simplemente es que el intento de utilizar un criterio lingüístico, cultural o racial como base de un proyecto que pueda agrupar a los pueblos de esta región, se verá siempre truncado debido a la compleja heterogeneidad que caracteriza a nuestro continente. Es por ello que también términos como Iberoamérica, Indoamérica, Afroamérica, o si se quiere una suma de estos tres como ha intentado el mexicano Carlos Fuentes, adolecen a la larga del mismo problema.

Arribamos entonces al problema central que nos interesa plantear: ¿Cómo hemos de proyectar la construcción de un futuro que nos sea común si los términos con los que hemos de manejarnos proveen de antemano más confusiones y problemas que la ayuda que pueden aportar?

Porque -y sin lugar a dudas este es el mayor problema a la hora de utilizar el término- incluso aceptando que por convención digamos que América Latina es todo aquello que se encuentra al sur del río Bravo e incluye al Caribe tanto de origen español, francés, británico y holandés, el término continuaría siendo totalmente inoperativo a la hora de construir un proyecto político de integración regional. Es necesario comprender que hoy en día un proyecto de semejante envergadura simplemente no es realizable. ¿Cómo pretender que Méjico, país que comparte una extensa frontera con la nación más poderosa del globo, con todos los beneficios y riesgos que lógicamente ello implica, busque trazar un destino común con Estados tan lejanos al sur del continente como lo pueden ser Bolivia, Paraguay, Argentina o Uruguay? Simplemente acontece que el futuro de México está más ligado al norte que al sur. Y no sólo desde 1994, como se suele afirmar, año en que se conformó una zona de libre comercio entre Canadá, Méjico y Estados Unidos, sino que por el contrario la historia del continente testifica que desde el momento mismo en que se desataron los procesos emancipatorios en Hispanoamérica a lo largo del siglo XIX, los problemas y las amenazas que aquejaron a los pueblos de las distintas latitudes del continente no fueron los mismos.
Por lo tanto, en la medida que América Latina siga siendo el concepto en torno al cual giren todas nuestras reflexiones políticas, será difícil plantear procesos de integración que lleguen a buen puerto. Es necesario superar los criterios ideológicos que se encuentran aun vigentes, y reemplazarlos por otros de orden geopolítico que apunten a la solución de nuestros problemas y necesidades concretas. En este sentido, conviene empezar a pensar en otro término que sirva mejor a nuestros propósitos: la propuesta es Suramérica.


* Licenciado en Relaciones Internacionales (UCA), docente universitario e investigador del Instituto de Formación Política “Raúl Scalabrini Ortiz”.
Notas

(1) “Las ficciones orientadoras de las naciones no pueden ser probadas, y en realidad suelen ser creaciones tan artificiales como ficciones literarias. Pero son necesarias para darle a los individuos un sentimiento de nación, comunidad, identidad colectiva y un destino común nacional”. (Schumway, Pg. 14)


Bibliografía consultada

Buela, Alberto: - Ensayos de Disenso, Buenos Aires, Theoria, 2004.
- Pensamiento de ruptura, Buenos Aires, Theoria, 2008.

Phelan, John L: - El origen de la idea de América, México, UNAM, 1978.

Regalado, Roberto: - América Latina entre siglos, La Habana, Ocean Sur, 2006.

Rouquié, Alain: - Extremo Occidente: Introducción a América Latina, Buenos Aires, Emecé, 1991.

Schumway, Nicolás: - La invención de Argentina. Historia de una idea, Buenos Aires, Emecé, 2005.